Las confesiones de mi madre usualmente me dejan helada, la de ayer fue templada, nunca tibia: “Tanto trabajo que me costaste, hija”. Lo ha dicho no como un reclamo, sino como una especie de aceptación resignada y de algún extraño modo feliz, aludiendo a las batallas contra la enfermedad que amenazó con ahogarme toda mi infancia, manchándola de soledad, salpicándola de aislamiento y de tristeza, pero también formándome y de ese modo definiéndome a mí y a mis taras, en esa otra lucha por el aliento, inhalando desesperada por un respiro que nunca estoy del todo segura si será el único, el último.
Categorías