Hay una parte de mí que no sabría decirse sin las canciones de Thom Yorke.
Una zona interna que solo se activa cuando el glitch se vuelve consuelo, cuando la voz parece quebrarse justo antes de derramarse.
En esos momentos—y son muchos—me acuerdo que la tristeza también se puede coreografiar, que el caos puede sonar hermoso si alguien, como él, sabe cómo convertir el temblor en arte.
Hoy cumple años el hombre que me acompañó sin saberlo en noches donde ni yo me reconocía.
El que me enseñó que el amor puede doler en Weird Fishes, que el cuerpo puede ser un lugar extraño en Lotus Flower, y que la esperanza es, a veces, solo un loop que se repite hasta que amanece.
No es nostalgia lo que siento: es una especie de gratitud que suena como reverberación.
Gracias, Thom, por recordarme que hasta los suspiros electrónicos tienen alma.
Que el ruido también puede ser un refugio.
