Desde niña, la vitamina C ha sido una compañera silenciosa pero constante. En los jugos de naranja recién exprimidos, en los pimientos crujientes, en los kiwis dulces que escondía en mi lonchera, siempre hubo un hilo invisible que conectaba mi cuerpo con la energía de los alimentos.
Hoy, ese hilo se extiende a mi piel. Cada vez que aplico el puré Vitamin C10, siento que no solo nutro mi rostro: revivo la memoria de esos sabores que me hicieron fuerte y despierta. Hay un mismo brillo, un mismo frescor que me recuerda que cuidarme puede ser tan simple como disfrutar un alimento o dejar que unas gotas de vitamina C me acaricien la piel.
Es curioso cómo algo tan sencillo —una fruta, un suplemento, un puré— puede ser tan íntimo, tan cotidiano, y al mismo tiempo tan transformador. Mi rutina de cuidado y mi mesa se encuentran en la misma conversación silenciosa de cuidado, de luz y de pequeñas dosis de felicidad.
