La tote siempre parece absurda.
Demasiado grande o demasiado blanda. A veces incómoda, siempre visible.
Nos acusaron de hipsters por cargarla, pero la rescatamos —como todo lo que amamos— y la volvimos expresiva.
Las juntamos sin querer, por la gráfica, por el recuerdo, por el papel que tenía dentro. Por el memento.
Cada tote es una historia doblada: el taller donde nos sentimos vistas, el museo donde algo nos cambió, la amiga que nos la regaló después de una conversación que no olvidamos.
Adentro, lo de siempre: las llaves, un libro, los audífonos, el bálsamo, un boleto que ya no vale, una servilleta con letra pequeña.
El contenido no importa tanto como el gesto: salir al mundo llevando algo que no se cierra, algo que se abre.
