El reloj suena antes que yo.
Un clic mínimo, casi tímido, como si me avisara que el día ya empezó sin mí.
Lo tomo de la mesa y siento el frío del metal, esa manera discreta que tiene de recordarme que sigo aquí, que sigo contando.
La correa ya no es tan firme; se dobla justo donde mi muñeca insiste.
A veces creo que ambos llevamos la misma marca del tiempo: desgaste, brillo, memoria en los bordes.
Lo acerco al oído.
El tic-tac es suave pero decidido, un ritmo que no pide permiso.
No es urgencia; es compañía.
Una conversación mínima que sólo entiendo yo.
El reloj tiene la hora correcta, pero siempre me dice otra cosa:
que estoy a tiempo, que todavía no llego tarde a mí, que hay minutos que no se escriben y aun así cuentan.
Me lo pongo y siento el peso leve, casi cariñoso.
Un recordatorio de que incluso en los días lentos, algo avanza conmigo.
Que no necesito correr: basta con escuchar.
Hay objetos que miden el tiempo.
Este, en cambio, me lo regresa.
