La perla descansa en mi mano:
un punto de luz suave, casi húmeda, como si respirara.
La giro y cambia —rosa nacarado, blanco tibio, un destello que parece un susurro.
La acerco a la oreja
y juro que escucho un eco diminuto,
como si guardara un fragmento de mar
o un recuerdo mío que dejé olvidado.
En mi cuello, la perla se vuelve señal:
un brillo limpio que corta el ruido alrededor,
un pequeño faro que me acompaña sin hacer escándalo.
Camino y la siento moverse,
rozando mi clavícula
como una promesa que todavía no digo en voz alta.
La perla no pesa.
Lo que pesa es lo que despierta.
