Hay zapatos que llegan a tu vida para resolverte,
y hay otros que llegan para acompañarte.
Mis loafers Flexi hacen las dos cosas.
Los miro y parecen simples:
negros, limpios, sin pretensiones.
Pero en cuanto los calzo,
entiendo por qué me han salvado tantos días.
La piel es suave como recuerdo,
de esa suavidad que no compite con nada:
solo abraza.
Y el interior…
ese colchoncito casi imperceptible
que sostiene el talón como si dijera
“descansa aquí tantito”.
A mis cuarenta, el pie ya sabe lo que quiere:
comodidad sin renunciar a la forma.
Los Flexi cumplen eso con una elegancia práctica,
nada ruidosa,
nada exagerada.
Solo bonita.
Cuando camino con ellos,
la pisada es ligera,
como si avanzara sobre una versión más amable de mi propio día.
Me acompañan a juntas, a salas frías,
a pasillos donde tengo que respirar hondo
y a cafés donde por fin me siento yo.
Se adaptan a mis jeans, a mis vestidos,
a mis prisas y a mis silencios.
No hay roce, no hay ampolla,
no hay ese castigo que algunos zapatos te imponen
por querer verte bien.
Estos loafers no exigen nada.
Sostienen.
Amoldan.
Acompañan.
Flexi entendió algo que yo también estoy aprendiendo:
la comodidad no está peleada con la belleza.
Y estos zapatos, tan discretos y tan sinceros,
me recuerdan cada vez que los uso
que puedo estar firme sin dejar de estar suave.
