Hoy volví a ponerme el ugly sweater.
Ese que compré más por impulso que por estilo,
ese que objetivamente es feo,
pero que se siente como un abrazo torpe que llega justo a tiempo.
No sé por qué funciona tanto.
Quizá porque diciembre me pone suave,
o porque hay una parte de mí que se rinde ante lo ridículo cuando huele a invierno.
El ugly sweater tiene esa magia:
no pretende, no compite, no estiliza nada.
Solo calienta, acompaña y hace reír.
Y algo en eso me da una ternura enorme.
Cuando me lo pongo, siento que entro a otra versión de mí:
la que se permite descansar,
la que cena temprano,
la que se toma fotos tontas,
la que se prepara un chocolate caliente sin necesitar motivo.
A mis cuarenta, la estética ya no me gobierna tanto.
Hay días en que quiero verme impecable,
pero también hay días —como hoy—
en los que quiero sentirme sostenida por una prenda exagerada,
con renos mal bordados y un rojo que jamás usaría en junio.
El ugly sweater no es moda: es permiso.
Permiso de bajarle al ritmo,
de ser un poquito cursi,
de abrazar esa parte de mí que no necesita ser bella para sentirse bien.
Me lo pongo, me miro en el espejo, y me da risa.
Pero una risa suave, de cariño,
de reconocerme en lo que antes hubiera evitado.
Tal vez por eso lo quiero tanto.
Porque llega justo cuando quiero soltar la armadura
y quedarme con lo simple:
calor, color, y un poquito de alegría boba en el pecho.
