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Sombra blanca

Son las películas en las que uno la pasa peor las que más recuerda. ¿Por qué? Porque el cine, como la literatura y como el arte en general no son patrimonio exclusivo de pasarla bien, sino por el contrario, son el vehículo de individuos dispuestos a meter sus manos en nuestras entrañas para dejarnos otros a los que éramos antes.

Y esto es justamente lo que hace Noaz Desche, con su retrato de la vida de Alias, un joven albino en Tanzania, quien después de presenciar el asesinato de su padre se ve forzado a huir, para escapar a ser mutilado y después vendido como talismán.

Así, en una especie de realidad invertida al mundo que conocemos, el director nos muestra la persecución, acoso y peligro latente que provoca en una vida el color de piel.  En un cine claramente de denuncia y con un estilo que roza el documental construye una cinta emotiva y original, poderosa e incómoda. 

Imágenes caóticas a cargo de una cámara que raramente está a quieta dan forma a la pesadilla: personajes fuera de foco, ángulos caprichosos, movimientos bruscos, nos sumergen en la historia, impidiéndonos jamás estar cómodamente sentados en nuestra butaca.

Hay también breves respiros, y un emotivo retrato de la amistad entre Alias y Salum, otro albino, quizá el personaje más entrañable de la historia, y hasta pequeñas e interesantes viñetas que muestran otros aspectos de la existencia en África Central.

Interesante y cruda y finalmente inolvidable, la cinta se convierte en un testimonio entre la realidad y el delirio de una existencia señalada por la superstición y la violencia. No la dejen ir.

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