Nos enseñaron a vestirnos para gustar, para encajar, para disimular. Que ciertas prendas son “de señorita”, otras “de señora”, y que hay una edad en la que ya no se puede usar falda corta, ni estampado brillante, ni tops que dejen ver la piel. Como si el cuerpo tuviera fecha de vencimiento. Como si la ropa viniera con instrucciones sobre el decoro.
Pero la verdad es otra.
La ropa no tiene edad. Tiene memoria, deseo, historia. A veces, nos ponemos algo que nos recuerda quiénes éramos cuando nadie nos miraba. A veces, nos vestimos como si por fin fuéramos libres. Como si estuviéramos escribiendo el cuerpo que queremos habitar.
Vestirse puede ser una forma de resistencia. De ternura. De autocuidado. No se trata de negar el paso del tiempo, sino de vestirlo con dignidad y alegría. De elegir por gusto, por placer, por impulso propio. Y si algo brilla, si algo se ajusta, si algo incomoda a quienes esperan que desaparezcamos… tal vez sea justo eso lo que necesitamos usar.
Porque la edad no está en la ropa. Está en la mirada de quien aún no se atreve.
