Abro el libro y el aire cambia.
No es solo papel: es tiempo en forma de olor.
Ese polvo fino que se levanta no ensucia, despierta.
Como si las páginas respiraran una historia antes de que yo la lea.
Hay libros que huelen a madera, otros a lluvia detenida.
Este —el que tengo en las manos— huele a alguien que leía de noche, a café olvidado en la mesa, a pensamientos que quedaron subrayados sin tinta.
Lo acerco un poco más, como si olfatear fuera otra forma de leer.
Entre las hojas se mezclan los días: los míos y los que no viví.
Cada respiro es un pasaje que no aparece en el índice.
El aroma a libro me sostiene como una conversación muda.
Me recuerda que no todo lo vivido necesita repetirse, basta con volver a olerlo.
Cierro el libro y el olor queda en las manos, leve, terroso.
Un recordatorio de que sigo buscando historias, incluso cuando no las escribo.
