
La desgracia siempre calla hasta que habla en Todos los fuegos el fuego, libro de cuentos de Julio Cortázar.
Azar y fatalidad avanzan sigilosos entre hombres y mujeres que sortean pequeños y grandes infiernos concibiendo y estructurando nuevos órdenes. El autor, maestro del género, se apropia de lo sucinto del mismo para reconocer y exponer el terreno fangoso de una realidad tan aciaga como endeble.
La pesadez de la cotidianidad de un embotellamiento se deforma y distiende hasta la agonía en la autopista del sur; frenando y tergiversando doblemente sus fundamentos.
Toda una familia se abocará una falsificación continúa para proteger a una madre enferma del deceso de su hijo en La salud de los enfermos.
Ernesto Guevara revivirá en Reunión la debacle de Sierra Maestra, no es todavía una pieza de historia viva; es apenas un hombre aferrado a una lucha que lo priva de recordar hasta su nombre.
Monólogo y diálogo se mezclan con pericia para encarnar la dolorosa relación simbiótica entre todo hombre y su madre en La señorita Cora. La línea será pronto triángulo, con el arribo de la otra cara de la mujer, la amada. La técnica descollará en una narración espléndida y un inesperado desenlace.
Romanos y parisinos libran la misma batalla, la del afecto, en el estupendo cuento que da nombre al libro. La chispa del amante prescindible se extingue mientras todo lo demás arde.
Todo hombre tiene su infierno, también su indecoroso edén, uno que abandonará en El otro cielo sin la certeza de trocarlo por una “realidad digna de ese nombre”. No lo dejen ir.