Una inspectora de la policía, un escritor, una adolescente justiciera, un indigente y un escultor se ven envueltos en una oscura telaraña tejida en el Detroit Moderno.
Todos son hilos que lentamente se entrelazan para acercarlos a un vortex perverso de maldad primordial, que se manifiesta como un asesino serial con el que todos están, sin darse cuenta, involucrados.
Entre el horror, los medios digitales y la persecución policial, la autora gesta una novela que toma su tiempo para dibujar a los personajes y a un entorno que los arrastra y determina,junto al panorama oscuro de una época vacía donde la maldad se priva para expresarse en el crimen, el bullying, el estupro, la adicción, pero sobre todo la apatía.
El apetito destructivo se alimenta con las ansias nunca satisfechas del morbo, de la necesidad de exponerse y los empellones contra una convención que sustituye lo justo por lo políticamente correcto y que impugna la creatividad para sustituirla por la exposición.
Con un ritmo requerido por el género que sabe guardar su dosis de sorpresas para el final, lo mejor del relato es cómo captura las taras de una época a través de una región mítica y también simbólica, la Atlántida moderna de un Detroit que se hunde y escinde en la incomprensión, el fracaso, la mediocridad, la responsabilidad, el abandono, la miseria y el ostracismo, para confrontar el mundo público con el privado y configurar los secretos de la fe que rebasa la incredulidad. Vemos pero aún así no creemos. No la dejen ir.