La galaxia, en perenne conflicto, persiste y prolonga una batalla que mientras empuñen las armas no ganará el espíritu en The Last Jedi, el episodio VIII de Star Wars.
Conocida y admirada en demasía, la saga utiliza la visión fresca de Rian Johnson para ofrecer el lado humano de personajes tan queridos como gastados, mientras gradualmente concreta el viraje, iniciado con Rogue One, hacia los miembros de la Resistencia y hacia guerreros ya no místicos sino humanos.
La visión romántica del paladín es desafiada por su último miembro, con un Luke desencantado y huraño, recluido en el rincón más recóndito del universo, purgando la culpa acumulada por los errores acumulados de una orden fantástica.
Sus 152 minutos de duración transcurren primero lentos, luego raudos. Renovación es también destrucción. La violencia de la entrega no es gratuita, es otro vehículo para exteriorizar la colisión inminente de un universo necesitado de nuevos esquemas. En vistosas y emocionantes secuencias caen partidos en dos héroes y villanos, aferrados a la recreación o prolongación de un pasado que no resiste el porvenir.
Por mucho el personaje más interesante del filme, Kylo Ren resiste el mote de niño con la vehemencia y candor de su ímpetu exterminador. Convencido de que sólo destruyendo a los antiguos dioses es posible convertirse en uno de ellos, mientras que Rey se afirma como un Arturo surgido de la nada para ascender a un trono vacío en más de un sentido.
Voluntades y determinaciones tan poderosas hacen oscilar el universo. La grieta está a punto de convertirse en cisma. No la dejen ir.