Flaubert traza el panorama de dos jóvenes con temperamentos diametralmente opuestos, para explorar la pertinencia existencial de sus primeras experiencias.
Henry, un joven recién llegado a París, transitará entre los goces y angustias de una pasión desbordada por Emile, la mujer de su mentor; mientras que Jules, su amigo de la infancia, se quedará en su pueblo natal para nutrirse con los cargados frutos del árbol de la soledad.
Con un comienzo tibio que asemeja el candor de los primeros años, Flaubert organiza con mesura y calma la oposición entre sus biografías, una en soledad, otra en compañía, para conducirlos a través de ese rito de paso que significa el desengaño, hasta verlos transformados en hombres, ese epíteto malhadado.
Pueril en apariencia, la trama es apenas fondo, lienzo acotado para desplegar sobre él un estudio escrupuloso que es también rescate de esos lejanos años, reivindicando la significación en todo sentido de las primeras pasiones.
Dato curioso, el propio autor refutó en vida su tesis, al negarse a publicar la novela por considerarla imperfecta. Consideración acertada pero insuficiente, pues se trata de un texto cuyo valor descolla como germen y semilla de su obra posterior y que impregnada con el genio de su autor es también una creación con valor suficiente en si misma. No la dejen ir.