Me gusta la lectura desde el acto mecánico, ese que involucra el área de Broca y que alude sólo a los símbolos. Por eso de niña leía desde el primer momento posible, sentada en el comedor sosteniendo la caja del cereal, hasta el último, acostada (mi posición favorita para todo) leyendo por enésima vez el libro que guardaba bajo la almohada, como acto final y también ritual.
Supongo que es por eso que no me importa mucho entender un libro, quiero sentirlo, tomarlo, apropiarlo. Aunque claro que también disfruto de la operación intelectual, la que involucra el área de Wernicke. Me gusta entenderlo de todas las maneras posibles, cuando es fácil y también cuando es difícil.
La lectura es entonces por sobre todas las cosas placer, pero hay algo más, raro y por supuesto único: el trance, que como todo éxtasis suspende los sentidos para fundirlos. Es raro, involuntario y por supuesto precioso. El trance no es fácil de lograr, hay libros con los que nunca lo consigo, sin que sea culpa mía o del libro. Lo que provoca el trance es la conjugación de instinto e intelecto, es el chasquido que expande lo acotado, volviéndolo infinito.
A veces el trance llega cuando he dejado de leer, fundida a tal grado no siento cuando me desvanezco. A veces sueño, otras imagino que es prácticamente lo mismo.
No necesito cerrar los ojos porque he abandonado mi cuerpo, o quizá estoy más que nunca dentro. Lo que quiero lo tengo. Estoy en total control, soy el titán del mundo interior.
Comienzo entonces a afinar la urdimbre de posibilidades que culminarán en el feliz encuentro. Te acerco y luego te alejo hasta colocarte como la ficha última de un efecto dominó soberbio.
Salgo del trance y tengo miedo. Es otro el rostro y también otro el cuerpo hacia donde giro ahora el ojo interno.