Con su opera prima, Satyajit Ray nos transporta a la India rural con una historia cotidiana narrada de una manera extraordinaria.
Durga, la hija mayor de una pequeña familia, es el eje del relato, un espíritu independiente y emprendedor, una pequeña fuerza de la naturaleza, plena de precocidad e iniciativa. Bríos heredados de la abuela, otro personaje extraordinario, que hipnotiza siempre que aparece a cuadro, con un rostro surcado de tiempo. Completa la maravillosa trifecta de lo femenino la madre, jefa de familia en más de un sentido, escucha perenne. agobiada siempre por las estrecheces que merman a la familia. Las tres generaciones de mujeres pugnan todo el tiempo, mientras los varones las contemplan con adoración, sumidos en sus propios sueños y proyectos.
La cámara es un habitante más, su presencia tan natural como imperceptible, traza el paso inexorable de un tiempo. Las composiciones desconocen el vacío, los llena la plenitud de la vida: el paso de un pato, el pacer de una vaca, el correr del gato, la existencia ajena.
La banda sonora, a cargo de Ravi Shankar compone instantes y sustituye diálogos o los refuerza; su presencia es particularmente importante alrededor del nudo narrativo de la historia, un momento dramático, tan hermoso como desgarrador. Han pasado 20 años desde que me hizo llorar una película, ésta lo consiguió. NO LA DEJEN IR