Hoy me regalé un momento de cuidado puro: un tuna melt recién salido del horno, crujiente por fuera, cremoso por dentro, y con esa sal que cae lentamente mientras lo miro, casi hipnótica. Prepararlo fue un pequeño ritual: abrir el pan, mezclar el atún con sus condimentos, colocar el queso, y esperar a que todo se transforme en una pequeña perfección dorada.
En cada bocado, siento cómo la calidez me envuelve. Es más que comida: es un recordatorio de que merezco pausas así, lentas, disfrutadas, conscientes. Hoy, mi tuna melt no es solo un almuerzo; es un abrazo que me doy a mí misma.
