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Las niñas bien

Alejandra Márquez posa su mirada en la clase privilegiada mexicana, con las niñas bien, una fábula sobre el patetismo de una existencia basada sólo en la posesión.

En voice over, Sofia, una señora bien narra el sueño que funciona como hilo conductor del filme, una retahíla de sinsentidos que conforman los deseos que desearía ver cumplidos para su inminente fiesta de cumpleaños, en el que también aparece una mariposa negra, como el funesto adagio de lo que se avecina, discordio en medio del esmero, que remite además al conocido dicho  “nadie puede negar su origen”.

La historia ocurre durante 1982, en medio de una década que se regodea en los excesos y es también el momento de “la crisis”, término que llegarían a conocer y temer tantos mexicanos y que se desarrolla en el país que no deja de ser otro y también el mismo, 

Sofía, la protagonista, es la cúspide en la pretensión y ostentación de su exclusivo y reducido círculo. Huecas de corazón y de cabeza, los personajes exhiben siempre un discurso doble, mientras la fotografía acentúa el halo frívolo que impregna el filme, representando un microcosmos con todos sus escenarios; las residencias, el club, los centros comerciales, templos todos de la adquisición y el derroche que expresan en cada aspecto de esas vidas, sin que ninguna cantidad de afeites sea capaz de ocultar la perfidia de almas que lo peor de todo no dejan de ser siempre y en todo sentido vanas.

La cámara da vueltas en dos secuencias que se complementan, para en una, ocultar la mirada tras costosas gafas oscuras, centrando la atención en el doblez del fingimiento de todo lo “bien intencionado”, mientras la segunda los remueve para significar un cobro de conciencia que ocurre en la renuencia. 

Las actuaciones son todas correctas para obtener el tono susurrador de lo que gradualmente resulta innegable y hasta insostenible, destacando la de Ilse Salascomo la señora Sofía, quien a través de sutilezas evidencia un estado emocional de resentimiento, confusión y exasperación, sin abandonar la contención propia de quien ha crecido para concentrarse en la apariencia. No la dejen ir. 

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