
La cercanía de la muerte puede significar el despertar a la vida en Ikiru, melancólico filme del maestro del cine, Akira Kurosawa.
Kenji Watanabe ha pasado los últimos 30 años en una asfixiante rutina que ha confundido por su vida. A tan sólo un mes de retirarse con un récord de asistencia perfecta descubre que sufre de cáncer de estómago en etapa terminal.
Trastornado por la noticia abandona el trabajo y busca con desesperación asirse primero a su familia, y luego a los amables desconocidos que encuentra a su paso, hasta que finalmente le encuentra un significado a su existencia al regresar al trabajo para ser el oído que escuche la demanda de unas mujeres que en vano han buscado que un terreno de su zona marginada se convierta en un parque.
Takashi Shimura, actor fetiche del director realiza un espléndido trabajo en la piel de Watanabe, no sólo en la caracterización que lo transforma en un hombre mucho mayor, sino sobre todo en la mirada y la postura para transmitir el desamparo y exacerbado pesar del protagonista. Su voz, apenas un murmullo cavernoso, a punto de apagarse.
Laberinto insensato e insondeable, el aparato burocrático japonés no escapa el ojo observador del director, enfocada su atención en los empleados del ayuntamiento donde labora el protagonista. Indolentes y desinteresados, patéticos, capturados siempre tras legajos incontables de papeleo.
La originalidad del tratamiento la ofrece en la linealidad del tercer acto, donde sorpresivamente el protagonista muere, para curiosamente parecer más vivo que nunca, desentrañado y homenajeado por sus colegas en su funeral, intercalado por numerosos flashback de sus últimos días.
Los borrachos siempre dicen la verdad, lo que aprovecha Kurosawa para señalar no sólo la corrupción, sino la apatía que tras la máscara los oprime.
El final es como siempre excelente. Creemos estar matando el tiempo cuando en realidad es éste quien nos mata. No la dejen ir.