En medio de un agreste panorama político, un pianista y una cantante se enamoran, con la eternidad como única posibilidad.
Su romance, intermitente a través del tiempo y el espacio es preciosamente retratado en el blanco negro apabullante que caracteriza Ida, el filme que le ganó reconocimiento internacional a su director.
La belleza se cuela en cada aspecto del filme, desde las primeras secuencias dedicadas a la estilización lograda de las manifestaciones del arte popular polaco.
Las composiciones preciosas cautivan el espíritu y remiten en ciertos momentos a la Nostalgia de Tarkovsky, en el diálogo que establecen con las ruinas de un viejo templo cristiano.
Los personajes, con sus complejidades, añaden además las vicisitudes del temperamento sensible, una pasión arrebatadora que los atrae y repele durante el lento paso de la mitad del siglo XX, en los que se existe, persiste y resiste.
La música es elemento importante de la trama y los personajes y se hace presente con una naturalidad inusitada para redondear una forma que me atrevo a llamar perfecta. Grácil, grata e impecable, es sin duda una de las mejores filmes del año. No lo dejen ir.
Briseida Alcalá 