Una honda exploración sobre las raíces del individuo en Ahlat Ağacı, obra maestra de Nuri Bilge Ceylan.
Tras concluir sus estudios, un joven aspirante a escritor regresa a su pueblo natal, buscando en la publicación de su manuscrito concretar sus aspiraciones creativas. Su llegada le revelará la madurez como el careo con un padre que adolece y representa lo mismo que busca y teme.
La profundidad del guión permite el desarrollo de personajes complejos, con conflictos particulares que se insertan en el panorama cambiante de una tierra asentada en la eternidad.
El ritmo lento y a la vez apabullante permite el desarrollo de una polisemia sobre el individuo, la familia, el tiempo, con la confrontación que representa la repetición de patrones que esclarecen y complican la relación padre-hijo con el empecinamiento que es el único recurso para el combate del absurdo.
La poesía y la filosofía se entrelazan en un guión complejo y polisémico que expresa el lenguaje cinematográfico con elecciones precisas que pasan del dinamismo al estatismo y también con las composiciones, como las que colocan a Sinan de espalda, en un deliberado salirse de si mismo.
Las actuaciones son todas brillantes, Dogu Demirkol llena la pantalla, como un indolente peripatético moderno, un solitario que camina y camina las calles del pueblo y de la ciudad, buscando en el diálogo el desahogo, sino la resolución de sus conflictos existenciales.
Murat Cemcir es su contraparte como Idris, la gloria que nunca fue y que mantiene con el tesón de alzarse sobre los demás, el vestigio de su atractivo.
Juntos conforman una dupla que guía el filme como dos hombres que situados en distintos momentos, pagan y cobran por la apuesta que colocan sólo sobre si mismos.
El filme permite lecturas y relecturas, además del gozo doloroso de perderse en su retrato y evocación de la imaginería onírica, a tono con las preocupaciones argumentales y literarias que rascan hondo sobre lo qué significa saberse individuo. Se trata de un clásico moderno. No la dejen ir.