“Si la gente nos oyera los pensamientos,
pocos escaparíamos de estar encerrados por locos”
— Jacinto Benavente
La premisa de The Voices es una muy interesante Ryan Reynolds interpreta a Jerry, un joven trastornado que al dejar de tomar sus píldoras escucha las voces de sus mascotas, un perro llamado Bosco y un gato llamado Mr. Whiskers. Cada uno con una personalidad polarizada y bien definida, que representa la lucha del bien y el mal de toda conciencia.
Las cosas se salen de control cuando en una desafortunada cita mata accidentalmente, o al menos eso se esfuerza en creer, a Fiona (Gemma Arterton) una compañera de trabajo de quien estaba enamorado.
A partir de ahí todo va cuesta abajo para Jerry, a quien la insoportable realidad lo forza a proyectarse entre aquel que disfruta matar y el que condena cada uno de sus actos, achacándolos a la enfermedad. El acercamiento al tema es original, cosas que pocas cintas pueden presumir. La exacerbada metáfora es uno de los mejores aspectos de la cinta, el voltear los ojos a otro lado y fingir que no pasa nada, que el sol brilla para todos y tras la tormenta disfrutaremos un hermoso arcoiris.
Ryan Reynolds cumple, el actor tiene una vena cómica que pocas veces se aprovecha, y más que un galán rompecorazones o un héroe de acción, es un tipo bobo que gusta de hacer payasadas, por lo que un rol en lo que se vende como una sátira oscura y absurda parecía venirle bien.
Sin duda el mejor personaje es el de Mrs. Whiskers, el gato, el instinto asumido y orgulloso de quien se sabe cazador y no presa, con diálogos incisivos y una animación que lo vuelve creíble.
El problema con el tratamiento es el no atreverse a llevar el personaje y la historia hasta sus últimas consecuencias, dejando al espectador confundido entre reír o estremecerse. A medida que la trama avanza cae el revestimiento de la casita de turrón y lo único que queda es la decadente guarida de la bruja, que con dulces atrae a los niños para después devorarlos. Cuando hemos contemplado el verdadero rostro del monstruo y cuando más aún hemos sido llevados al extremo de no sólo conocerlo y comprenderlo sino hasta de compadecerlo, volvemos a recibir un baño de edulcorante que contradice todo el discurso anterior y que vuelve a dejarnos tan solos y confundidos como al principio.