
Un idílico paseo en barco por el mediterráneo toma un giro inesperado cuando Anna (Lea Massari), una de las tripulantes desaparece después de una discusión con Sandro (Gabriele Ferzetti), su prometido. El resto del grupo la busca exhaustivamente, en especial Claudia (Monica Vitti), su mejor amiga. La búsqueda sacará a relucir lo frágil de las relaciones cuando Sandro y Claudia comienzan un affaire.
Con esta premisa, Michelangelo Antonioni analiza la naturaleza cambiante de los sentimientos con un guión inteligente y hasta elegante, poblado de sutilezas que hay que cuidarse de no dejar ir. El director desplaza la atención de la impetuosa Anna a la apacible Claudia, antes siempre en segundo plano, cuando la primera se esfuma, sin que sepamos dónde, cómo, cuándo, ni sobretodo “perché?”.
El ocaso de una relación resulta en el amanecer de otra. Somos testigos de las persecuciones, la entrega, el rechazo, la confusión, la ilusión de lo desconocido, el éxtasis de la conquista y el tedio de lo familiar. Los otros personajes confirman y completan este panorama. A pesar de los cambios la contención está presente en la mayoría de ellos, dominados por cierto nivel de cinismo que opaca el resto de sus emociones. Lo frágil y cambiante de las mismas es el discurso central de la película y su aspecto más célebre. El silencio es importante, las palabras intercambiadas poco dicen y parecen hasta frívolas e insuficientes.
Carente de sobresaltos, sus 143 minutos transcurren de manera lenta con una fotografía grata y sobria. El tema musical de Giovanni Fusco es magnífico y la complementa.
Aunque exitosa, desde su estreno ha generado reacciones encontradas y cambiantes. Su primera exhibición en 1959, durante el Festival de Cine de Cannes, le ganó un abucheó que forzó al director y la actriz principal a abandonar la sala. Proyecciones posteriores cambiarán esta percepción llevándola a ganar el Premio del Gran Jurado. No la dejen ir.