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Raging bull

Robert de Niro arroja puñetazos al aire mientras la “Cavalleria Rusticana” suena en el fondo. Así da inicio Toro Salvaje. Al preámbulo le sigue un Jack Lamotta que cita Shakespeare y que se asume como el histrión de un espectáculo. Con el personaje, Scorsese va más allá del cuadrilátero para mostrar los fracasos que implican la gloria deportiva y las obsesiones de un hombre que pasa más tiempo en el gimnasio que en la alcoba.

Filmada en blanco y negro pero con algunas escenas en color, la cinematografía de la cinta es lo que la separa de otros retratos de atletas. Cada pelea existe como una entidad en si misma: los vítores del público, el narrador omnipresente, el juego de pies, el intercambio brutal de golpes, las rivalidades clásicas, la resistencia, la sangre y alrededor de todo la cámara, capturando todo con maestría, sigilosa y entrometida. Tras bambalinas: el deseo, el poder, la voluntad, la corrupción, el amor, la obsesión, la mafia, la autocrítica.

Robert de Niro apoderado del boxeador italoestadounidense, en una transformación física que lo lleva de la forma pura al descuido. El actor no sólo aprendió a boxear para el papel, llegando incluso a ganar 2 de los tres combates en los que participó, también subió 27 kilos, como resultado quedó irreconocible. Mérito que le permitió ilustrar el vaivén de las existencias en las que se logra todo y se termina en nada. El mismo de Niro fue el motor inicial de la película. Inspirado por la lectura de Raging Bull: My Story, autobiografía de LaMotta, intentó convencer a Martin Scorsese de producirla y lo logró. El resultado final favoreció a ambos. La película recibió 8 nominaciones al premio de la academia, logrando ganar el de mejor montaje y el de mejor actor para el propio De Niro.

En desesperada necesidad de una restauración, la cinta queda como testimonio de una de las mejores biografías capturadas en celuloide y de un deporte que despierta intereses y pasiones. No la dejen ir. 

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