Construido como un thriller psicológico el filme nos muestra la torsión existencial que experimenta a partir de su unión una pareja de recién casados: Hunter y Richie, evidente desde la escena inicial donde se les muestra cenando con los padres de él, con su vida transformada en un chasquido por las decisiones y expectativas impuestas por el patriarcado que representa fulano, el padre de Richie, y que comienzan con el regalo de una casa.
La casa es lujosa, moderna y perfecta, es también el único espacio que una vez casados, Hunter habita, fotografiada en una paleta de colores ténues con la que se le deslava en una bella y decadente estampa de Stepford Wife.
Hunter no sólo es pálida, es también correcta y discreta, lo que la vuelve perfecta para fundirse ante las imposiciones de su familia política, indolentes a olvidarla para invisibilizarla. La objetivificación femenina se vuelve evidente en cuanto se mudan a la nueva casa, en la que se Hunter convenientemente se convierte en la pieza central de ese diseño decorativo.
Richie es perfecto y por eso mismo peligroso, sujeto a la volutand paterna en el sentido amplio de la palabra, desaparece en el rol de género abandonando a Hunter, quien reacciona, atrapada entre el aislamiento y el infierno de la domesticidad, probando nuevas cosas a experimentar la pica «un trastorno alimentario en el que existe un deseo irresistible de comer o lamer sustancias no nutritivas». Hunter comienza por tierra, y sigue luego con canicas, baterías, tachuelas.
La ingesta se vuelve un mecanismo por recuperar el control de si misma, por apoderar un cuerpo que los demás no respetan pero si cuidan, para servirse de él, y también en el camino para descubrir y traspasar las raíces de un profundo dolor.
Haley Bennett está espléndida como Hunter, su interpretación es perfecta, desde el susurro de su voz, la mirada que reconoce las intenciones ajenas y que recorre la casa buscando la perfección que construye en el entorno y destruye en el interior, matizando las contradicciones de todo individuo. Pero no existe objeto que colme el vacío, aunque sí lo calma, envolviéndola además en una voluptuosidad que encauza el albedrío, esa voz interior.
Carlo Mirabella-Davis, quien también fue responsable del guión, resuelve la película rompiendo con la fotografía y el ritmo ese injusto anacronismo insostenible e intolerable que convierte en ideología que una mujer sólo tiene su cuerpo, pero que cuando la distopia se llama también realidad ni eso le pertenece. No la dejen ir.