
Sara Uribe forja con Antígona González un poema desde el dolor de quien por más que busca no encuentra.
El monólogo es la forma elegida para establecer el diálogo, con una fuerte carga política, el texto se despliega para dar voz al pesar anónimo de todos quienes caen bajo esa odiosa etiqueta, desaparecido, para reclamar con urgencia la presencia, desde la imposibilidad de que algo que es alguien meramente se desvanezca.
El dolor, siempre evidente, no impide la creación de imágenes hermosas que desde el amor fraterno evocan al ausente, pretendiendo al nombrar y aferrar, conjurar. Urgente es entonces la corporalidad, la evidencia sin la que es imposible conocer que algo es real.
Las referencias son numerosas y variadas, desde el nombre de la protagonista, surgido de la mitología, hasta el tono de murmullo que remite a la piedra de toque que es siempre Pedro Páramo, desde ese país que habitan sólo los muertos, que emergen desde el olvido al no me acuerdo. Ausentes los dioses, quedamos solos los hombres, vagando en un valle de lágrimas del tercermundismo, de la indiferencia, de la apatía, la injusticia.
Los méritos estéticos del poema, numerosos, no lo privan del impacto emocional en el lector, quien se sumerge en ese territorio del aturdimiento y la determinación de una mujer que sólo quiere enterrar a su hermano muerto. No lo dejen ir.