Dos relatos encadenados conforman un libro con el que J. D. Salinger explora las implicaciones de las preocupaciones místicas que flagelan a quien descubre la faz falaz de la existencia.
El que nombra la más joven de los Glass es el más breve de los dos y lo constituye la visita que hace al campus de universidad que acoge el comienzo de su crisis nerviosa. Lecturas piadosas y preocupaciones metafísicas no tienen cabida en los prados que siembran conocimiento sin cosechar jamás sabiduría, y que lesionan y luego lisian las almas sensibles para quien la iluminación es el único destino otro que la perdición. Con el desdén como la armadura ante las caretas infinitas del ego, que muy hondo oculta la esencia última y primera de las cosas, sofocándola ante la la contradicción misma que significa e implica siempre existir y persistir.
El segundo relato da continuidad a los acontecimientos, profundizando en la mitología del resto de la familia, desde la óptica de la madre, y los hermanos, particularmente de áquel con quien comparte el nombre.
Los sucesos son escuetos, apenas el trazo preciso para que como en el teatro, o como declara el autor, una película, se exponga y resuelva el conflicto a través de la conversación, con el careo de perspectivas que defienden la individualidad o la obediencia a la convención que significa la integración.
En continua relación, los relatos y sus protagonistas exhiben la insatisfacción perenne de quien busca en este mundo los frutos de la iluminación en el ambiente aséptico y por tanto estéril de la vida académica. Esta latencia siempre aisla, y así también lastima hasta postrar y paralizar para desear ver al mundo ardiendo en extásis religioso que le brinde por fin sentido a todo.
El narrador es también un personaje, un miembro más de la familia no se sabe si consanguínea o extendida, a quien atañen las mismas cuestiones fundamentales, abordadas con franqueza y el arrojo de quien empuña la pluma como un arma que hiere como lo hacían los antiguos barberos haciéndonos sangrar para sanar. No lo dejen ir.
Una respuesta a «Franny and Zooey»
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