En Rimas y leyendas, Gustavo Adolfo Bécquer nombra y así alaba lo intangible que es lo único que merece ser llamado inmortal.
El poeta se conoce y reconoce en la palabra como el vínculo entre la imaginado y lo tangible, conciliador de la realidad, de lo que se percibe y lo que se presiente.
Depositario, vehículo, instrumento del espíritu universal que anima todo eso que llamamos inexactamente vida, el primer poema está dedicado a la inspiración ese término elusivo y ahora desechado que casi cinco siglo después se mantiene en su misterio vigente porque no excluye la inteligencia, la nómina como el vehículo que da salida a todo lo se agita y bulle inconforme y amorfo en el interior.
De esa misma condición intangible e imprescindible se conforma el amor, el fuego que ilumina hasta quemar la habitación interna, saeta que el caprichoso dios lanza y que hiere a todo corazón.
Las leyendas reafirman esta sensación de desasosiego, de este atroz destino que cumple en el amante la amada, con el hado vestido de ánima que vaga atormentando a los mortales, mientras la sirena persiste entonando irresistible canto a los mortales, sólo para perderlos en el fondo de un mar que no ofrece redención.
De este modo el poeta conoce y hasta lamenta su candor, uno parecido al del infante que vive presa de los dominios de la imaginación. El muerto en vida confirma esta visión fatal de la existencia; lo anhelado es ilusión, sombra, espejismo, quimera. No lo dejen ir.