Superstición es supresión, cuando con las maneras de la modernidad se visten antiguas creencias de opresión y explotación en en I Am Not A Witch.
Una niña de 9 años es imputada con el adjetivo de bruja para ir a vivir a un campo de concentración disfrazado de readaptción junto a otras mujeres acusadas del mismo cargo o condición.
La pequeña es acogida por sus mayores, las únicas con la sensibilidad suficiente para rechazar el absurdo repetido de su incorporación. Sin nombre hasta ese momento, Shula sólo recibe una identidad hasta que es clasificada en uno de los arquetipos que permiten con comodidad dispensar lo que se teme porque no se conoce, menos se comprende.
Maggie Mulubwa es una presencia escénica formidable, de mirada poderosa y penetrante, con matices de rebeldía que la resguardan de lo que realmente es, una pequeña niña confundida. Charity, una bruja reformada, le ofrece en su discurso del matrimonio, una puerta falsa que significa la romantización de la explotación, un simple cambio de manos que la conserva en la condición de objeto, sin permitirle jamás el desarrollo como individuo, y más aún no la libra de suspicacias y hostigamientos.
La mujer subsiste en este trozo de la tierra en medio todos de los intereses de la tradición y la modernidad, cautiva de roles que no le corresponden, despojada primero, castigada después. Atadas por un largo listón blanco, solo les es permitido andar hasta donde su longitud lo permite, en otra de las elegantes y poderosas metáforas que utiliza la directora para discurrir sobre una libertad que sigue siendo una quimera.
Las 4 estaciones de Vivaldi se suceden para musicalizar y significar el paso del tiempo de este trozo de existencia, en una fábula tan surreal como verdadera, proveyendo al espectador de un oscuro espejo donde no puede más que reconocerse. De lo mejor del año. No la dejen ir,