Una Berlín hecha añicos provee el fondo a los créditos iniciales del filme que presenta a Edmund Köhler, el protagonista, en la lúgubre labor de cavador de tumbas. El niño de apenas 13 años, se sirve de éste y todos los medios a su alcance para conseguir una tarjeta de alimentos, imprescindible ante su desesperada situación doméstica.
Cohabita una misma casa junto a otras cuatro familias. La suya conformada por 4 miembros, uno de ellos sin documentos. De ahí la imperiosa necesidad por conseguirla ante la miseria y la estrechez que moldean una cruenta lucha por la supervivencia. Los hombres Köhler están mermados, el padre postrado, el hermano mayor imposibilitado y recluido por los traumas del soldado veterano. Dejando ambos el papel de proveedor sobre sus jóvenes hombros.
Las escenas rodadas en interiores muestran la estrechez física de la convivencia. Para significar el hacinamiento los personajes se comprimen unos encima de otros, en espacios insuficientes.
Distintas estampas de la escasez y la desesperación toman lugar adentro y afuera. El entorno hostil revelado mientras la cámara en contante vaivén lo sigue recorriendo la ciudad para encontrar riesgos y malas compañías, como la del pedófilo ex-maestro, a quien se muestra sobradamente afectuoso en un close up que recrudece la incomodidad de esa malsana intimidad.
Autenticidad imposible de fabricar, la ciudad ofrece la devastación de la Gran Guerra, con quien dialoga una grabación de Hitler en una secuencia impresionante.
Un doble giro argumental fortalece la premisa del guión. Huérfano por azar, luego por elección, Edmund enfrentará en una de las secuencias finales el rechazo último de sus pares. Pillería, robo, contrabando, prostitución y estafa son los nuevos nombres de la supervivencia que sin una guía moral lo llevarán a un funesto final.
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