Lynne Ramsay y su examen a la naturaleza de la maldad y también de la maternidad en We need to talk about Kevin.
El guión adapta el libro homónimo de Lionel Shriver con el recurso del suspense del horror que sabemos se avecina. El trauma se presenta, entrecortado y discontinuo para dar forma al estado mental disperso de quien vive machacado por un pasado salpicado de culpa y sobre todo de dolor.
La predominancia del rojo remite a la herida que lacera sin tregua la vida de Eva, la protagonista, y que toma forma en una secuencia magnífica apenas comenzada la película, situada en la Tomatina, seres que se funden, y abandonan hasta conformar una marea que cuerpos que se apretujan unos contra otros en un mar encarnado. Con una literalidad discontinua, se narran los sucesos en un ir y venir constante construyendo la anticipación de ese instante que destruye la vida.
El cast es otro de los aciertos, el Kevin del título es representado por una tríada de actores que cumple, destacando el retrato de Jasper Newell rebelde y provocador, primario en su dominio del cuerpo al que prolonga Ezra Miller oscuro e instintivo en la relación problemática con su madre, sólo ante ella se revela, exudando sociopatía.
Tilda Swinton está como siempre espléndida, aséptica y, aturdida, rumiando un conflicto ante el que se ve siempre rebasada, mientras John C. Reilly es el tímido contraparte, permisivo y tibio,
El sinsentido, la ambigüedad y la duda son las únicas explicaciones que se ofrecen, pues el tratamiento más que comentar las acciones de los personajes señala la naturaleza de lo inevitable y el sufrimiento que provoca. Madre e hijo, incómodos uno con el otro, ajenos y supeditados se mantienen unidos porque el amor no significa el entendimiento, tampoco la simpatía. Desconectados, alejados y hasta ajenos no pueden evadir ni evitar un lazo que los une más que a ningún otro ser humano. No la dejen ir.