Una distopía fabulosa que denuncia las implicaciones siniestras de la urbe en Metrópolis, obra maestra de Fritz Lang.
El director abre con una secuencia espectacular de inserts de engranajes, tornos y chimeneas, que por su gran escala impresionan, mientras el reloj avanza inexorable hasta completar un turno, esa nueva medida de la existencia. Dos masas de hombre intercambian puestos, unos salen otros entran, ambos uniformados en marcha y atuendo, con la expresión cabizbaja de quien habita el subsuelo, denominado aquí la ciudad de los obreros. Por sobre sus cabezas se alza la gran ciudad, ese nuevo eje del progreso, marcada por una existencia en el jardín, en el oasis eterno concebido y entregado como presente a los hijos de los magnates de la industria, afanados en no otra cosa que la contemplación y el gozo de vegetación y damas exuberantes.
Freder, el protagonista, es el hijo del señor de Metrópolis, descendiente y continuador natural del orden implantado por su padre, quien luego de una vida de privilegios, experimenta un despertar cuando contempla a María, la líder espiritual de los obreros, quien irrumpe el jardín guiando a un grupo de infantes a quienes identifica como sus hermanos. Freder queda intrigado y prendado de María desde el primer momento, implícito en el close up que el director le dedica.
Conceptual y claro, el guión no deja espacios para ambigüedades, analiza y denuncia un problema que permanece actual: la explotación; integrando lo inédito a lo clásico, con la mujer como figura central de la transgresión. María es la puta de babilonia, pero también es Gandhi, con su concepción de la subversión como un nuevo pacto que comunique y acerce a todos los involucrados. A estos significados se añaden subtextos como el mito de Prometeo representando en el androide femenino, trazando también un paralelo histórico con la primera catástrofe tecnológica y del entendimiento: la torre de babel, ilustrando de paso las reapropiaciones y tegiverciones del poder de los símbolos obreros.
La hermandad que señala con la palabra María, despierta en Freder la compasión en su primera fase, la curiosidad, el interés por el otro que lo lleva a cuestionarse la totalidad del orden social, empujándolo a aventurarse como Moisés con los israelitas. Su estado mental toma forma en dos secuencias espléndidas, una en la visión de Moloch; una representación moderna de la antigua deidad, que se anuncia con inolvidable tipografía, para conformarse en el retrato moderno de una bestia insaciable, cuya boca enorme engulle las víctimas de un nuevo holocausto. La otra es un torbellino emocional que combina un caleidoscopio visual con efectos gráficos y una caída literal por el abismo, a la que se entremezcla el collage de ojos y posturas trastornados por la lascivia.
El diseño de arte añade a la grandiosidad de la cinta, en secuencias espectaculares que lustran la fastuosidad de la industria, sin dejar de lado los leños humanos que lo alimentan, hombres agotados y explotados, que trabajan al unísono para que persista la perfección en la producción, así el filme insiste y propone el rescate de una humanidad perdida entre emanaciones de vapor y grandes piezas de maquinaria. Si les interesa pueden verla en línea aquí. No la dejen ir. Imperdible.