Probado y comprobado su genio, Cervantes conjura la gracia de don Quijote para irradiar una última vez su refulgente locura antes de que sea la muerte quien concluya sus aventuras.
Conocedor de la publicación y fama de una primera parte de sus hazañas, el autoproclamado hidalgo vuelve a vestir la armadura para reemprender nuevos lances y correrías. A su lado, el leal escudero que ha traspasado la barrera de siervo para trocarse en compañero.
Tildados por doquier de chiflados y mentecatos, hacen honor a una reputación tan extravagante como ridícula, pero en todo momento prodigiosa. La conciencia de si mismos que su peso cobra en los personajes añaden dimensiones, atractivos y complejidades a la historia, que opera en una suprarrealidad abundante y extrañamente verosímil.
Siempre entrañable, su particular dinámica vuelve a presentarlos discernidores de la existencia y la naturaleza humana. La discreción y sagacidad de ambos se ve acrecentada y crecida con el correr de aventuras, pero sobre todo de los años con la chispeante agudeza del lenguaje.
Con la máscara de la comedia, Cervantes cubrirá largo trecho el rostro de la inminente tragedia, anunciada y advertida en el mismo prologo de su autoría como el suceso fundamental de la historia: la muerte de don Quijote, que en la conclusión comprenderemos como su mayor acto de locura; para equiparar la vida con la locura, y la muerte con la cordura; además de permitirle ajustar con elegancia al autor del infame Quijote de Avellaneda.
De esta manera, Cervantes afirma su autoría de un modo que entrelaza hasta volver indistinguibles la identidad de la autor con la de la obra, él es don Quijote y don Quijote es él. No lo dejen ir.
Briseida Alcalá 