“Quien sabe de dolor, todo lo sabe”
― Dante Alighieri
Fruto es el canto y semilla el dolor; la poesía de Emily Dickinson dialoga con la naturaleza y también la expresa para revelar la grácil belleza con la que se erige la eternidad.
Una existencia confinada al silencio de la feminidad y la soltería la facultan para la impasibilidad que conduce a la iluminación, también a la pena que compensa a borbotones la poesía como forma de vida.
Poco apta para este mundo inventa y habita otro. Fauna y flora son los camaradas y cómplices de esta “flor inútil”. Figuras y símiles exquisitos que distinguen su poesía, junto a su su capacidad de volver contundente lo delicado, exhalando y despidiendo la fragancia intoxicante de la muerte.
Siempre elevada, traza su propio camino hacia la ascensión, definiendo y reapropiando el Cielo. Como toda sibila, media con su don entre dioses y hombres, escuchando y traduciendo la anunciación.
Nunca oruga, siempre mariposa, su poesía es testimonio inmejorable de una metamorfosis interna que la llevó de la vida a la tumba; y de ahí a la eternidad y la gloria. No la dejen ir.